2. Prólogo: sombras, ciclos y presentación de personajes
El comienzo de la historia, al final de una era
LA HISTORIA
Hoy comienza la parte de la sección dedicada al análisis de los capítulos del libro, y vamos a comenzar por el principio: el Prólogo. En este caso concreto, el Prólogo puede ser descargado pinchando aquí (tiempo de lectura: ≈22min).
Tras haber leído el prólogo de Los Cinco, las preguntas se acumulan. Nos adentramos en un mundo en el que la historia y sus personajes quedan entrelazados en un ciclo que, más allá de definir el paso del tiempo, dicta la estructura rutinaria, casi metódica de lo que vuelve hacia sí mismo, hacia lo de siempre. Casi parece una suerte de destino del que no se puede escapar, la profecía autocumplida que oscuras fuerzas se encargan de encauzar, y es que la Ceniza no es otra cosa que la voluntad corporeizada y desarraigada de un cuerpo en su sentido más vulgar —cuerpo humano, animal, cuerpo vivo…—. Es, por tanto, humo, partículas que tienen como objetivo la destrucción y, ante tal enemigo, por supuesto que cabe el nombre de “destino”, ese que tejían las moiras, pero aquí con hilos libres durante la mayor parte del camino, hasta que esta fuerza despierta para acabar con lo creado.
Es sencillo afirmar, así, que aquello que cayó cien veces lo hará una vez más, pero también se esconde en este destino fatal un impulso de resistencia a lo inevitable, carácter de la tragedia griega —y no solo griega—, de ese pobre Sísifo, del que solo queremos saber más porque se atrevió a desafiar a la muerte, y con el que los griegos temían y se atrevían a amar al mismo tiempo —esto resulta muy similar a lo sublime antes de que siquiera tuviera un nombre—, y los pelos se erizaban porque Sísifo, ahora condenado, seguía subiendo su roca y, en su cumbre, podía permitirse contemplar la cima; porque Aquiles iba a medir sus fuerzas en el campo de batalla justamente para que perdurase su nombre, y ya todos sabíamos que su destino iba a ser la muerte. Incluso en Edipo encontramos esa terrible excitación, y cuando se arranca los ojos con sus propias manos, podemos decir, tranquilos: “estaba cantado desde el principio”.
Sí, así es, muy señor mío, pero bien que leyó usted la historia entera. Buscamos esos pequeños momentos de rebelión en el protagonista y adquirimos —esto ya depende del sadismo de cada cual— un cierto gusto en su caída. Ese plantarse frente al destino encuentra su sentido y su valor en el final trágico. Si no, nunca hubo tal destino al que enfrentarse y se trató, entonces, del delirio de un viejo poeta.
El simbolismo es también parte del esqueleto de Los Siete Nombres de la Tempestad. Cuál fue mi sorpresa al encontrar, en Así habló Zaratustra, a aquellos dos animales heráldicos —el águila y la serpiente— acompañando al propio Zaratustra. Nunca fue mi intención realizar tal conexión —yo ni me había leído a Nietzsche durante el amanecer de la obra—, pero parece ser que todo está ya inventado, y quedan solo variaciones sobre el mismo tema y el deseo y la firme creencia de que esto que es mío nunca antes fue escrito.
Por dejar otro ejemplo de la cruel historia escrita, creé a Bóreas como un evidente dios de las gélidas tempestades. Los griegos se me adelantaron, y no fue hasta que contemplé el cuadro Bóreas, de John William Waterhouse, de 1903 —ese Bóreas que es el menos bóreas de todos ellos, pues el cuadro representa a una joven siendo golpeada por el viento— que caí en la cuenta de que, de hecho, esta sensación de plagio iba a serme recurrente. También clamé contra los griegos, los dioses, los escritores y el exceso de figuras humanas. ¡Vivan las aristocracias intelectuales! Luego comprendí que, escribiendo como lo hago en mi ordenador, y viniendo ya de aristocracia tras aristocracia del dibujar y el escribir, y sabiendo que el pasado no puede ser cambiado, más me valía aceptar aquel infortunio y los que fueran a venir más adelante, y decidí quedarme con aquellas creaciones mías que habían nacido a la luz de una inocente creatividad, si es que no constituían, de hecho, un plagio verdadero en términos legales.
¡Podrán replicar mis nombres, pero el conjunto será distinto! Me era conveniente verlo en este sentido, y no en el de que era yo el que casualmente unió seis letras idénticas a las de la traducción griega de un dios no muy conocido. Sobre el resto de dioses, solo puedo suponer que aún no han sido inventados, y esperar que no hayan sido pensados nunca antes, pues seis son las estaciones por ciclo y cada una de ellas rinde tributo a un dios. Por orden:
Riebel: el dios del hielo y la soledad, marca el inicio de cada nuevo ciclo.
Boldam: señor del agua templada. Sobre lo templado, simplemente quiero destacar que lo relaciono con el rico surtir a mansalva de las aguas, en cuanto referencia al pasaje de Apocalipsis 3, 14-16:
“Y escribe al ángel de la iglesia en Laodicea: He aquí el Amén, el testigo fiel y verdadero, el principio de la creación de Dios, dice esto: Yo conozco tus obras, que ni eres frío ni caliente. ¡Ojalá fueses frío o caliente! Pero por cuanto eres tibio, y no frío ni caliente, te vomitaré de mi boca.”
Boldam representa la aventura, el descubrimiento y el vomitar de las aguas.
Veila: diosa de la vida y el color, aporta equilibrio —por tanto, también muerte— y sanación al mundo.
Fenic: dios del conocimiento y la luz, simboliza el avance intelectual y la fuerza de voluntad. Junto con Veila, creador de las razas inteligentes en la unión de la teoría —Fenic— con la práctica —Veila—.
Valko: dios de la guerra que reina durante los calores opresivos, dando lugar al conflicto y la valentía según van sucediéndose los días de su paso por el Continente, hacia el septiembre del Reino.
Bóreas: cierra el ciclo con un frío despiadado, refleja el desenfreno y la resistencia final antes del próximo renacimiento.
Cada estación no solo encarna un estado del mundo natural, sino también los estados emocionales del Reino. Estos ciclos, además, son parte de un contexto mayor: el “Ciclo de Ciclos”, la era de repetición en la que nos encontramos inmersos. Estamos, por tanto, en el ciclo número seiscientos después de las Guerras de la Ceniza, dentro del Ciclo de Ciclos.
Otro elemento clave son las sombras. Consisten, por así decirlo, en el misterio a desvelar. Son doce, están constituidas de forma jerárquica, viven en las alturas y poseen una carácter aparentemente dual: son guardianas y actrices de la historia, pero también son pasivas al presenciar la desgracia Su existencia es anterior al Reino y su dinámica interna está basada en el reemplazo de los peores antiguos por los mejores nuevos.
Naila Yvinand: la Serpiente Heredera y Bramar Yvinand: el Águila de los estandartes
El prólogo introduce a Naila Yvinand, una de las figuras centrales de este ciclo. La dualidad entre la imagen que proyecta y su realidad interna es un tema recurrente: su cabello es teñido y falseado para sostener una imagen de poder; retiene en su mente el Conocimiento y, con él, el derecho a gobernar; nunca duda, siempre sabe: es perfecta… ¡Mentiras! Ella es la serpiente, astuta, sí, pero frágil también. Puede alzarse sobre el trono o ser alzada en vuelo por el águila traidora. Hay una profecía, por tanto, de la caída de su reinado antes incluso de que este comience, si es que acaso este comienza.
Bramar, señor de Trestin, es su padre. Representa una figura de autoridad y de cierto sacrificio de madurez por el Reino que va más allá de sus lealtades personales. Tuvo un pasado bélico en la Segunda Guerra del Gran Incendio y ahora intenta mantener la paz a toda costa, para que no se llegue a la guerra civil, como antaño. Bramar encarna el conflicto entre la tradición y el progreso, y también entre la mentira necesaria y la más sincera de las verdades. Y es que, como lectores, siempre apoyamos la más sincera de las verdades, y solo si se nos da la más bella de las verdades olvidamos que lo que realmente queríamos era esa “realidad” que el escritor debió haber, si no creado, sí atestiguado para nosotros. Pero es importante también mantener secretos y hay ocasiones en que la mentira es más pragmática —usen si quieren “más correcta/mejor”— que la verdad. Habrá verdades entonces, pero mentiras también.
Más allá de Naila y Bramar, otros nombres se escapan de las bocas de las sombras. Cierto es que los Siete Nombres de la Tempestad trata esencialmente de dos familias poderosas: los Yvinand, la familia real; y los Vander, la casa más rica del Reino. Tanto los Cinco como los Siete Nombres abarcan, por supuesto, más personas de diversas familias, pero el libro está centrado en las elecciones de su principal narrador: el cuarto Hermano.
Los Cinco son algo así como el catalizador de los acontecimientos, mientras que los Siete Nombres son los agentes del cambio propiamente dicho. Tampoco es que estas figuras participen de este poder desde su nacimiento, sino que les es otorgado, por lo que, de nuevo, volvemos a la idea del comienzo de un destino manipulado. En cuanto a la Tempestad, poco hay que decir. La Tempestad es la hipérbole del propio libro, fruto del deseo y de las emociones que lo rodean.
La obra es un crisol de propuestas precipitadas por separado y desangradas sobre el recipiente, cuyas páginas empapan bien todo lo que tocan, como solo podría hacerlo la piel humana, divagando sobre el conocimiento, cuestiones metafísicas, físicas, sentidos y sinsentidos, políticas, mentes fuera de lo común y deseos.
Todas las propuestas intentan ser verosímiles, ¡cómo no! Puede usted hablar de sapos parlantes y, si lo articula bien, serán más verosímiles que cientos de historias reales que cuentan los padres. Hay que tomar como lenta vía el ser abuelo para poder contar esas historias o, en su defecto, haber nacido viejo en este mundo. Para la vía rápida conviene ser un buen retórico y, si no un sádico, sí un insensible con sus personajes cuando toque dañarlos, y el más sensible de los hombres cuando toque amarlos. Y también, y esto es lo más importante, hay que recorrer cada palmo gozado y cada dedo odiado, no solo acompañándolos de la mano, sino en su propia piel. O también puede tomar la vía inmediata y pedírselo a ChatGPT. Más feliz se vive si uno puede aguantar las culpas. Yo prefiero quedarme con los demonios y hacerlos míos, solo por poder seguir creyendo que los Sísifos, Aquiles y Edipos que he ido creando son los Prometeos de la literatura. ¡Qué arrogancia la del artista, y qué necesaria…!
Los Siete Nombres de la Tempestad son una ficción más, y ni la primera ni la mejor. No hay que olvidar que, a fin de cuentas, los escritores somos unos mentirosos.

